Continuidad de la jornada
“Muchos de ellos, consta, lo tienen claro pero, como verás, para muchos les es difícil actuar con lo que saben. Actuar es comprometerse y comprometerse es ponerse en peligro. En este caso, el peligro, en las mentes de la mayoría de los Estadounidenses anglos, es perderse la identidad. Imagináte cómo te sentirías si te despertaras en alguna mañana en rayos del sol y con las estrellas en llamas.”
James Baldwin, Mi calabozo sacudió – Carta a mi sobrino
En el despacho de la congresista por la que trabajaba, edificio del que quedaba bajo la sombra del capitolio en el que ardientemente se debaten los temas populares del día, Carlos les describía lo interesante de su fin de semana a sus colegas—defensores a mando de la congresista, aunque él era tan sólo investigador—parados frente al enfriador de agua. Estaba aún intentando generar algo de conexión con ellos. Le decepcionaba mucho trabajar aquí. Su padre, que también había trabajado ahí cuando era veinteañero, siempre le había contado que trabajar en el congreso era un cargo público para servir al pueblo estadounidense. Carlos no era ingenuo y sabía que la corrupción a menudo rige la política; su padre se lo había enseñado desde muy jóven – entre las delegaciones de trajes y risas entre pausas de café, como una mano apenas escondida en arena escueta la corrupción se realza en la forma del complejo industrial militar. Aquí, frente al enfriador de agua y preguntándoles del significado de la libertad, además de un afilamiento Socrático de su propio concepto, lo que él buscaba discernir era la medida en que para sus colegas todo el panorama se tratara de un juego que ganar o una carrera que seguir. ¿Ignoraran obstinadamente los efectos de la corrupción, las experiencias de la gente que representaban, y poner palos a la rueda en cuanto a los problemas difíciles?
Esto le importaba a Carlos porque, entre otras razones, era una responsabilidad suya contestar el teléfono mediante el que algunas personas le llamaban volados por la oxicodona que había matado a sus amigos y a miles y miles de personas desde que la familia Stackler lo estrenaron. Si esto es un juego, uno sale del lado de aquella familia rica, o al menos la ”area gris”, y no las víctimas de su programa.
Por las breves conversaciones con las colegas, le parecía que quizá en sus sombras o las partes misteriosos de sus cerebros podría resonar la palabra justicia—a fin de cuentas, estaban aquí, siendo pagados mucho menos de lo que ganarían en un puesto privado—pero Carlos aún tuvo que tantear ligero y despacio para no caerles como reverendo por tan sólo enunciar una palabra como justicia o libertad en vez de los tecnicismos racionalismos que subían para que no se arriesgaran a proponer ninguna política para, por ejemplo, ofrecer hogar a las personas sin hogar. Hacía mucho frío en esta temporada del año en Washington D.C., lo que conllevaba búsquedas en helicóptero que encontraban a personas desaparecidas congeladas en los bosquecitos plegados entre los suburbios. La sonrisa de una compañera que trabajaba para legalizar el uso terapeútico de la MDMA para soldados con TEPT le indicó que continuara a contar la historia. Podía ver el cuento formar en el campo de la Explanada Nacional como si a través de las ventanas en el cuarto del lado, el de los tres cabinas-despachos que normalmente hospedaban los defensores.
Le había pasado algo muy desgarrador. Caminaba en la Explanada Nacional para tomar un poquitín de sol durante la hora del almuerzo, porque era tipo las 2 de la tarde, cuando quiso pasar por la oficina un momento para buscarse un baño. Entrando en la antesala de la oficina, se golpeó la cabeza contra una lámpara de latón montada en la pared, como si viniera de la nada, lo aturdido y fisiológico de lo que lo hizo desmayarse. Soñó lúcido que estaba de nuevo en la famosa cripta de George Washington, debajo del capitolio. Pero, en lugar del zumbido de una bandada de turistas nacionales e internacionales escuchándoles a guías mediante auriculares grandes de verde neón, la cripta estaba desocupada y a oscuras. Al principio, este vacío le fascinó y caminó por todos lados de la arquitectura circular, entre los círculos concéntricos de columnas neoclásicas dóricas, mirando las exhibiciones, como la Magna Carta de oro regalado en 1977 por Inglaterra para conmemorar el fin simbólico de la rivalidad que llevó a cabo la revolución doscientos años antes, el primer reloj de la corte suprema antigua (que se había situado aquí en vez de un edificio aparte); subió un piso para ver la pintura de la rotonda en la que Sacagawea está siendo bautizada mientras que sus compañeros indígenas miran elevento, habiéndose puesto morros; el Apoteosis, un fresco rafaeleano en la cima del centro de El Rotonda, desde el que todo el edificio radica, centrado en una figura de George Washington flanqueado de mujeres representando la libertad, victoria, y fama. Personajes representando la guerra, ciencia, marina, el comercio, la mecánica, y la agricultura vuelan por las nubes y rodean a Washington desde abajo, rotando en grupo como bailarines en los alrededores de una fogata. Notablemente ausente es la justicia.
De bajo de El Rotunda, a través de un pasillo que sale de la cripta para dar a la corte suprema, y mientras Carlos maravillaba el reloj que supuestamente había sido arreglado adelantarse por cinco minutitos para que los jueces siempre estuviesen puntuales, las luces se apagaron y se percató de qué tan quieto ya había estado el edificio sin los demás transeúntes. Caminó a volver a la cripta. Aún podía ver por las sobras del ocaso que entraba por ventanas lejanas, gambeteaba entre los pasillos y columnas y se reflejaba contra el arenisco pulido gris. Cuando llegó a la cripta, irradiando del centro de la rueda, que quedaba directamente dos pisos debajo de la estatua de bronce, llamada “Libertad,” la cual adornaba la cúpula sobre el Apoteosis, una haz se empezó a parpadear que hizo centellear las superficies y sombrearse algunas esquinas. Allí estuvo donde jamás quería estar George Washington, vestido de un collar y puños de farol, chaleco de lana amarilla, pantalones de lo mismo, y un abrigo azul de lana con solapas amarillas adornadas de botones de oro probablemente falso. Agarró a Carlos con sus manos en los hombros y se fijó los ojos en los suyos, la mirada severa—su mandíbula firme y la boca esforzándose a enderezar. “Salga corriendo y no vayas a volver.”
Cuando Carlos se despertó, estaba en la oficina aún, las luces se habían apagado, sus colegas se habían ido, y penetrando toda la oficina vacía se podía escuchar un rumor ligero, como murmullos distantes. Aún (o nuevamente) desorientado, fue poco a poco examinando la oficina y reconociéndose. Sintió, cuando se fijó en el retrato apaisado en la sala de espera, que el zumbido del rumor lentamente se aumentaba. Se acordó de ser niño en el bosque y sentir una colmena detrás de las hojas. Ya ansioso y más buscando la fuente del sonido que ubicándose, reconocía más y más su entorno a pesar del crescendo. El teléfono fijo en el escritorio de un compañero sonó y por reflejo, como es entrenado, corrió y se lanzó para responder, pero nadie contestó y vio en el identificador que tampoco había número. Normal, de hecho. Tal vez un ruso—acosaban siempre y cuando la congresista dirigía atención a los abusos de derechos humanos contra los ucranianos. Entonces, no es que no acosaran nunca—y de hecho a menudo ocurría—lo que implica un problema para la garantía de derechos humanos universales e inalienables. ¿Tiene que precisar Carlos que, una vez violado, el derecho ya no es inalienable ni universal?
Alguien habría de estar en el despacho de la directora si él se atrevió a interrumpir su trabajo. Ella creyó que era la primera abogada a quien se se le ocurriera que ser pelotudo le fascilitaría liderar o salir adelante y se creyó tan ingeniosa que los demás no vieran esto. (Por un aparte, ella había nombrado Paolo a su hijo y Carlos sólo lo había visto escrito. Cuando primero llevó el bebé a la oficina, Carlos preguntó cómo estuvo Paolo y ella no entendió lo que había dicho. Se le ocurrió que quizá su esposo no fuera latino como Carlos había asumido. Se corregió, “Este, cómo está Pau-Lou” / “Uh, how is Pow Low.” La conversación se partió normal de allí, tan normal como jamás sería entre estas dos personalidades desencajadas. Bien fuera latino o no, ella no pronunciaba el nombre como le parece a quien conoce el idioma en el que está escrito el nombre.) Entró al cuarto del despacho de ella y las luces automáticas se prendieron, lo que quemó en sus retinas la imagen del entorno, pero al calibrarse la máquina vio que nadie estaba. Aún resonaba el murmullo en bucle.
Resolvió salir. No resonaban los ecos de nadie corriendo sobre el mármol en los pasillos para conseguir firmas para proyectos de ley ni entregar ningún que otro documento. Ningún diputado charlaba con ningún funcionario. Ninguna manifestación se emboscaba fuera de ninguna oficina. Por gracia, tampoco era que nadie recomendara ningún restaurante como si fuese su creación personal o propiedad. (¡Cómo uno se esfuerza para sentirse dueño de algo o mejor que alguien en Washington D.C.! La autoconciencia destinada a reconocerse al infinito…) No se ocupaban las puestas de seguridad en la salida de Independence Avenue—uno hubiese entrado con una bomba. Salió a la gran escalera de mármol gris bajo el águila del tímpano sobre puertas y columnas neogrecoromanos de casi diez metros de altura.
Al costado de Independence Avenue, sobre el cual el sol estaba a quizá 42 grados altitúd y a punto de ponerse detrás de la estatua en la cúpula, unos miles de personas hacían cola dirigidos a la fachada oriental del capitolio (la del otro lado que la Explanada Nacional), así rodeando el edificio desde la avenida. Era un día nublado, el gris típico del invierno de D.C., especialmente en el centro donde los edificios son hechos de hormigón en su blandura oficial y el recinto se desocupa de los turistas del verano. Por lo tanto, los vínculos de la cola serían residentes locales. Intercambiaban comentarios ilu sionados. Se vestía la gente de las gabardinas y bufandas negras, grises, y de capuchino particulares a gente o que no quiere atraer atención o al que le falta imaginación. Algunos portaban señas y banderas de triángulos rojos, otros círculos azules; algunos más sencillamente piquetes adornados desde Proud Boys o Let’s Go Brandon hasta Black Lives Matter o No Hay Planet B. Los árboles carecían de hojas. Unos pocos abrigos de NorthFace y para otros aún estaba de moda que un brazo estuviera parchado con una insignia imitando Canada Goose, aunque algunos Carlos adivinó como Exxon, Lockheed Martin, Domino Foods—Cargill, sorprendentemente—McDonald’s, Chich Fil-A. La cola evitó sin esfuerzos a un hombre que se sentaba en una reposera con mantas en su regazo, bajo un toldo casero, y que había puesto un documental en un televisor portable con bocinas estilo radiocasete que se trataba de cómo Reagan había causado la Guerra del Golfo, 9/11 y los disturbios de Sri Lanka. Después de unos 45 metros pasó una olita dulce a la cara de Carlos desde un vaporizador y dios mío qué bien que olió—quizá lavanda y limón.
Los vínculos de la cola no le atendían a Carlos mientras pasaba; al máximo le echaban una mirada avisora mientras charlaban. Un par de huesos estaban dispersos por un par de peldaños en las escaleras llevando la cola a la entrada trasera del Capitolio. Los huesos parecían quizá de pollo pero un poquito grandes para ello. Estos estaban manchados de marrón oscuro debajo de los huesos, probablemente por el ácido de una gaseosa derramada o chicle molido por miles de suelas desde hace quién sepa. No preguntó a nadie para qué hacían cola; había aprendido a no preguntar en estos eventos—si uno finge saber qué sucede, a veces entra y zafa, pero si pregunta corre el riesgo de ser reportado como aquel no perteneciente.
***
Al entrar al Rotonda, Carlos reconoció el rito como el de la exposición estatal del cadáver, lo que el Congreso sólo ordena para aquellos cuerpos que habían albergado a personas altamente significativos para el Estado. En el centro del cuarto circular un ataúd estuvo alzado sobre el catafalco de Abraham Lincoln, drapeado de semicírculos de tela negra y con volantes negros en las esquinas, usado para las exposiciones públicas de 41 personas desde su creación en 1865 para el funeral del mismo. Bajo los rayos cayendo de las luces de la rueda del Apoteosis, los pliegues de la tela negra parecían que sombreaban otras sombras. Cinco soldados—cada uno de cuatro mirando frente a una esquina del ataúd, quizá a los volantes, y uno a la cabeza—portaban rifles en el brazo derecho con las culatas hacia el suelo, los cañones apuntados al cielo. A través de la luz tenue de los los alrededores flotaban las pinturas al óleo clásicas. La gente procedía a lo largo de la cola en forma de espiral. Suspiros resonaban contra el hormigón, mármol y arenisco. Carlos llegaba al centro del espiral, donde cualquier podía pasar por el ataúd. Desde atrás, parecía que algunos se inclinaban, como si para santiguarse o susurrar oraciones, deseos, palabritas de amor.
Faltando sólo un par de personas para que Carlos llegara, vio que de hecho había dos colas. Una más corta para los que pagaran a saltar la cola. Normalmente esta cola no tenía gente por lo que Carlos no la había visto. Cuando llegaba alguien que había pagado—mejor vestido, menos estresado y un poquito más nítido—un soldado frenaba la cola de los demás para que esta segunda cola y el socio pasara directamente al ataúd. Carlos pensó cuánto costaría bloquear a los que habían pagado y cuánto les costaría bloquear su bloqueo.
Mirando más allá del par de cuerpos entre él y el destino, no oraba nadie sino que dentro del ataúd, forrado de un blanco brillante, picaban a un cuerpo irreconocible ya cavado de cara y torso. Le levantaban cartílago y tejido. La mujer a quien le tocó estaba verstida de luto y con un pañuelo se secó una lágrima de la cara. Se inclinó, fijándose un momento en el tejido donde hubiera habido una cara. Miró por lo largo del cuerpo, comenzando en la cabeza, bajando hacia el medio, las piernas y los pies, parando de nuevo un momento en donde había habido cara, y mordió el pecho. Tuvo que hundirse la cara un poquito en el tejido y rajar inclinando su cabeza hacia arriba, por lo que luego se quitara la sangre con su pañuelo.
Habiendo tomado su turno, ella y su esposa salían de la cola y volvían más o menos al lado de la cola misma. Ella dejó salir un lloriqueo.
A Carlos su turno le tocó y sentía los ojos sobre él. Hundió sus dedos en el medio y sintió una humedad escurridiza y tibia. Los dedos chocaron contra un huesito y se lo llevó. Lo metió en la boca como una piruleta.
Salió de la cola volviendo de la misma manera que había entrado, pasando a lo largo de la cola espiral. Vio que algunos amigos esperaban la cola pero no les saludó para no atraer atención; quizá con su gorro no le reconocieran.
De nuevo en Independence Avenue, volvió a entrar en el cuerpo de edificios congresionales, esta vez en Longwood. Recordó que la guardia les habían aconsejado que se escondieran en las escaleras durante una emergencia porque éstas, talladas de mármol, son muy fuertes. Bajó un par de pisos y se agachó, la espalda contra la pared. Hundió la cara en las manos. Palpó con la lengua la rugosidad del hueso y la médula que se fundía de la articulación, el tejido compacto atrofiándose. Lo escupió. Tintineó un chasquido contra el mármol.
Epílogo
La idea para este cuento se me ocurrió mientras estuve trabajando en el Congreso como novato – desde el verano hasta tipo navidades de 2017. Soñé tanto durante esos meses, y los sueños sí que parieron ensayos, que no recuerdo si este cuento sale de un sueño. De hecho, soñé como estudiante de bachillerato o universitario inspirar a la gente a cambiar la política. Pues, por lo largo de los años, me he involucrado no como yo habría anticipado.
Aun en 2017, verdaderamente me remarcaba la falta de seguridad respecto a la cantidad de gente poderosa. No me habría imaginado a ninguna multitud probando sus límites cuatro años después.
Escribí el cuento en castellano. No sé precisamente por qué; la verdad es que pienso en castellano a veces depende del día. Quizá escribir un cuento así me permite observar mi perspectiva desde un lente ajeno, como leería mi perspectiva un lector. Creo que además esto enfoca mi esfuerzo en la trama porque el castellano, aunque me gusta creer que soy bueno para ello, no me sale tan fácil para que pudiera exponer sobre cualquier tema sin esfuerzo – no me entretengo al escribir en castellano, digamos, porque tengo que asegurarme de llegar al colmo.
Espero que les guste.
