
El prólogo: escribir sin conclusión
Esto se alienta por el prólogo de Doce Cuentos Peregrinos de García Márquez. Acuerdo con ése en la medida en que pinta el escribir casi como una aflicción. Es una búsqueda sin fin. Cada esbozo conlleva la frustración de que ése tampoco me alcanzó representar la idea del cerebro. Fue por aquel sentimiento de frustración y sin-finitud que me dejé de escribir hace un par de años. Sin conclusión concreta, ¿apenas hay un propósito?
Dejarlo de lado realmente me facilitó la vida. Me salvó del dolor de tratar de explicar los sentimientos sin poder, el mismo dolor por el que gritan los bebés antes de expresarse articulados; cuando gritan, no es que no tengan leche o se les lastimó el dedo. Es que no te pueden contar precisamente qué sienten así que sale como grito. Y mucho, mucho de tiempo y foco recuperé. Cumplí un montón por lo tanto—conocí a una novia, me encontré de nuevo con amigos aparte de los cuales me había alejado, y cambié desde un trabajo alienado y mecánico hasta un trabajo valiente por el que me desarrollaba.
A pesar de todo, tanto me identifico con el escribir que creo que vale la pena. Cuando estoy en el hábito del ensayar, hay noches que me despierto habiendo arribado a la articulación que de día buscaba yendo de hilo en hilo—¿ves así cómo puedo llamarlo una aflicción?—pero siquiera a esas tinieblas me siento yo. Entonces, ¿Cuál sería peor? ¿Rehuirme a mí para no encarar la difícil verdad de quien soy? ¿O vivir una dificultad la alternativa de la que manejo bien? En el primer caso, niego accederme al propio ser. En el segundo, experimento un dolor la salida del cual está siempre a mi alcance, una pastilla en el bolso cuyas secuelas a menudo pegan más fuerte que las síntomas.
Cuando habito la escritura, me enorgullezco al publicar—me puedo fijar en una obra mía desde lejos y a vislumbras y patas arriba y aún gustármela, por más imperfección que aún vea. Cuando escribo menos tenaz, a menudo la obra a mí me extraña o me da pena—aunque los lectores nunca supiesen que hubiese sido distinta.
Uno pensara que tal vez yo debería buscar un equilibrio. ¿No puede ser que pudiese balancear la escritura, los amigos, el amor, y el trabajo? En el pasado, no. Siempre uno u otro desequilibró la escala en algún momento. Y supongo que estos errores fugaces son inevitables. Pero voy a tratar de balancear más suave y sólo con el tiempo podré contar si funcionó—si por ende no resultara mal la escritura, los amigos, el amor, el trabajo, o ninguno de los cuatro.
Si esto parece muy íntimo para que lo compartiera, la verdad es que no me importa. No sólo porque pretendo exponer de corteza. Si uno crea sin compartir lo íntimo, al menos en tanto extraerse a sí sus pasiones, no digo que no pueda ser buena creación, pero tengo que al menos dudar de qué tan interesante puede ser prima facie. Ciertamente, sin comprometerse, uno no tiene la posibilidad de prosperar en este mundo, eso sí.
Entonces ¿cuál ha sido el propósito de escribir sin conclusión? Son dos los beneficios para mí. Primero, por bien o mal, me identifico con el hobby del escribir. El otro es que, a veces procuro a articular algo que estoy experimentando, parte del universo—si no perfectamente, a nivel suficiente para mi gusto. Este es un caso en el que el asunto vale la pena aunque fracase yo a menudo.
En el futuro, espero relacionar este hobby con la serialización y el juego. Las series se prolongan buscando momentos de orgasmo o fines conclusos de manera satisfactoria. No sabemos si o cuándo vayan a tener éxito, lo que implica el mismo riesgo por el que nos divertimos del juego. Si supiésemos que fuesemos a ganar el juego por cuanto fuese predeterminado de manera perféctamente previsible, no nos divirtiésemos jugándolo. Tiene que ser tan previsible que no nos perdámos en el acto pero tan imprevisible que nuestras expectativas se pueden excitar. Lo mismo es verdad de las series y, para mí, mi escritura.

